jueves, 25 de julio de 2013

Sacerdote Merideño

A pico y pala se abrieron los caminos del sur

Ramón Sosa Pérez
En el viejo calendario de Rojas Hermanos, colgado a modo de lienzo tras el quicio de la puerta del Despacho Parroquial por el padre Ramón Pernía, podía advertirse la fecha: miércoles 21 de octubre de 1953. Caída la tarde y a lomo de la mula de Cirilo García, un joven sacerdote pisaba tierra canaguense. El nuevo párroco, José Eustorgio Rivas, llevaba a cuestas un fardo de ilusiones. La briosa cabalgadura apuró el paso desde El Rincón, donde un grupo de paisanos hacía guardia para esperarlo.  
En Aricagua nació José Eustorgio, el 6 de junio de 1925, en el hogar de Delia Torres y Caracciolo Rivas, modesto matrimonio fiel guardián del rezo del Santo Rosario. Cursó primeras letras en la escuela Francisco Uzcátegui Dávila de su pueblo, continúa en el Seminario de Mérida y en el Interdiocesano de Caracas concluye su bachillerato. En el país había interés por el reciente cambio del gomecismo en alba democrática, por lo que su exigencia determina la formación en tierras ibéricas. 
España le abre sus puertas y en la madrileña Universidad Pontificia de Comillas, alcanza su ordenación sacerdotal en 1949 y en esa Casa de Estudios completará los títulos de Filosofía, Letras, Derecho y Ciencias Teológicas. En Europa, José Eustorgio reforzó su formación y, ante el voto de obediencia, regresa a Venezuela. En Mérida se incardinó a la Arquidiócesis a comenzar la búsqueda de nuevos horizontes en encargos misionales que, para ventura del sur merideño, le condujeron por destinos de grata significación en su historia contemporánea.
Un poco de historia
En 1559 el Capitán español Juan de Maldonado descubre las tierras que hoy son dominio de Canaguá. El conquistador marchaba desde Mucuchachí cuando avistó el valle. Los blancos debieron reparar en la exigua población y en el ánimo pacifista de los naturales, al no mostrar interés por la región. A los españoles les pareció pequeño el valle y sin mayor atractivo para su avidez; razones suficientes para no confiar la extensión de su poderío. Lejos estaba la codicia del mítico Dorado que alentaba sus correrías por cuanta tierra tuvieran a su alcance. 
A los nativos de Canaguá se les identificaba como parciales que recibían apelativo de Mucuchachíes y parientes de los Mukaria. Era un mismo tronco familiar con vertientes muy definidas en cada lugar. Los Canaguaes vivían dispersos en vegas y en lomas, dedicados a sacar el provecho a la tierra agradecida. Su huella de agricultores se hizo evidente en terraplenes para construir sus casas de tierra pisada, sin importar asentarlas en escabrosos riscos o elevadas pendientes como aún se advierte en las Peñas de Mucuchachí. 
El poblamiento de Canaguá, sumado a la fertilidad de sus vegas y montañas, se produjo con gran rapidez y a poco su fisonomía ganó estamentos de progreso. Luego de la independencia, en el que estos pueblos no tuvieron figuración notable, Canaguá continuó bajo la égida de Mucuchachí. El arribo de inmigrantes aventados por los vientos de guerras y guerrillas, provocó un cambio en su aspecto. En 1845 ya tiene capilla, luego construyen cementerio propio y en 1872 el recinto alcanza la gracia para celebrar misa y administrar sacramentos.
Curas camineros 
En 1908 el padre Adonaí Noguera inicia un apostolado de gratos recuerdos. Su obra como cura de almas y cuerpos es portentosa. Médico, ambientalista, educador y principal hacedor de rutas, fue llamado El Apóstol del Bien. Las primitivas trochas de la recua en la mayoría de los pueblos del sur fueron trazadas por el sacerdote y son las mismas que ensanchadas a pico y pala sirvieron de base a los caminos que muchos años más tarde transitaron los primeros automotores y aún siguen el atinado plan del probado baquiano del sur. 
En la medianía del siglo XX, un rebaño de jóvenes párrocos llegó al sur de Mérida  para desplegar una misión que con el tiempo fue cruzada de avanzada social con gran proyección. Dominaron la incomunicación, atacaron el analfabetismo, atenuaron la crisis de salud, avivaron el trabajo comunal para remediar necesidades básicas que los sumían en la incuria y removieron la noción cooperativista de los primeros tiempos en la cayapa y el convite. Los curas camineros labraron la más importante etapa de redención social en la región.
José Eustorgio Rivas, mentor de la jornada
El padre Rivas llega a Canaguá en medio de gran júbilo popular. En el recuerdo quedó la simpatía de Alcedo Méndez en el campanario, peleando por subirse a la torre antes que lo alcanzaran los morteros de Sixto Peña, los apuros de Teodosito Aranda por sostener la mula de Cirilo que corcoveaba en la plaza y los cumplidos de doña María, esposa del corista Severiano Díaz. Hay que continuar el nuevo templo y en ello trabajan los vecinos con yuntas de bueyes en el acarreo de piedras y madera mientras llegaba el cemento a lomo de mulas. 
El padre advirtió que la comunicación era el más penoso problema de Canaguá. Aislada entre pueblos y aldeas, sus caminos eran intransitables en invierno y el abandono del gobierno los condenaba a la orfandad. Sólo el correo semanal o el Telégrafo eran punto de contacto con la ciudad. Sin carreteras, decía, el progreso estará vedado siempre. Se retrasaba el desarrollo cultural del pueblo que parecía no tener dolientes. Viaja a la ciudad y reivindica el reclamo para una carretera que los comunique con Santa Cruz de Mora.
El gran voluntariado 
Desde el púlpito echó a andar la idea de la carretera aunque no faltó quien lo tildara de loco por su arrojo. A veces parecía que lo escuchaban sólo para apoyar sus palabras y no para secundar la decisión. En unos había temor, en otros incredulidad, en la mayoría ignorancia ante la conveniencia de la vía. Ante el desgano de unos, la fe de muchos y la malicia de quienes creyeron amenazados sus intereses, el padre decidió llevar el jeep desde Santa Cruz de Mora, por el camino de mulas que “era comenzar a construir la casa por el techo”
El 23 de diciembre Rivas anunció que llevarían un jeep andando a Canaguá para demostrarle al gobierno que los sureños tenían derecho a su reclamo, agregando que en la última semana de febrero ajustarían los planes. Hubo seguidores a su lado pero también quienes, animados por intereses de monopolio comercial, azuzaron al campesino para que no participara. En los primeros días de febrero llegó Monseñor José Humberto Quintero en Visita Pastoral a Chacantá, Capurí y Canaguá, lo que fue aprovechado para promover la carretera.
La suerte estaba echada 
En la agencia de Timoteo Aguirre compró en 6 mil bolívares un campero, marca Willys, modelo 54, color rojo y techo de lona. El chofer, Abdón Carrero, era un muchacho de 25 años por cumplir y nativo de El Molino. El jueves de la última semana de febrero, en El Guayabal, se inició la proeza. Nadie esperaba al padre Rivas. En plena soledad reflexionaba en la indiferencia de quienes no cumplieron el ensanche de la trocha. Con los jeeps llegaron Abdón y Clodomiro Méndez. Luego se aparecieron los hombres de Silvino Ramírez que vivía en San Isidro Alto. A falta de camino real y ante la vacilación de algunos por subir la empinada loma, Silvino les increpó entusiasta: -Arriba, carajo, por el potrero hasta La Montañuela!!
Y subieron los hombres, colina arriba con los jeeps casi a cuestas. Con el parachoques Silvino abría camino mientras varios hombres, mecate en mano cabestreaban los carros y los otros apoyaban los pasos de mayor peligro. Empujando a ratos y ratos empujando, recordaba el padre. Conjurado el primer tramo con mucha dificultad, avanzaron en las siguientes jornadas. En partes los mecates sostenían el carro que se asomaba temeroso por débiles cimientos que se construían en medio de la necesidad.
El lunes 1º de marzo de 1954 llegaron a El Molino. Caravanas de jinetes y salvas de morteros los saludaban. Los vecinos se asomaban al jeep, que debió aguardar unos 12 días en el lugar, hasta que se ensanchó la vieja trocha del arreo. Las vicisitudes se vencían con el brío de los labriegos, animados por cada nueva conquista. Estrechos senderos a medio abrir, rocas insalvables, trochas de urgente paso, barrancos infranqueables y abismos escabrosos que fueron sometidos, gracias a la guía del sacerdote y aquellos bizarros guerreros de la montaña.  
El domingo 14 de marzo de 1954, relataba el padre: “amaneció el abandonado pueblo vestido de fiesta, sus calles adornadas con bambalinas y pancartas. A la entrada lucía un arco de flores del lugar. Por el camino de Río Arriba y de Las Aguadas y de La Laguna, avanzaba un río humano: hombres, mujeres, niños, a pie y a caballo. Una manifestación jubilosa de la comunidad, dirigida por las autoridades, por las maestras, por las fuerzas vivas, que se sentían comprometidas con el progreso del lugar”.
Un legado de dimensión humana
Rivas propuso la experiencia vista en Europa con la organización comunitaria. Visitó aldeas y caseríos. Fundó escuelas en Canaguá y organizó 400 centros catequísticos, entre Guaimaral, Chacantá, El Molino, Capurí y Canaguá e instituyó Centros de Alfabetización; embrión de lo que serían las primeras Escuelas Radiofónicas de Venezuela. Funda en Canaguá una emisora y un medio impreso en 1956 que, con el nombre de “La Voz del Sur”, se convertirán en aliados para vencer el hambre de saber y la avidez de comunicarse con el mundo exterior. 
El sur merideño despertó del letargo en que estuvo sumido, gracias a la motivación del joven sacerdote, quien dio pasos para fundar la Escuela Agrícola, un Centro Vocacional y un Santuario a la Virgen de Fátima, además de abrir caminos a Capurí, El Molino, Mesa de Quintero y Guaraque. Dejó funcionando las Escuelas del Aire, origen de las Escuelas Radiofónicas que desde Bogotá, eran conocidas por su apoyo al aldeano. Él observó su plan operativo y regresó al país con la meta de lograr empeño similar, por lo que luego se extendieron a Táchira, Trujillo y Lara. Cronista, historiador y escritor de grato estilo costumbrista, nos legó una decena de libros sobre su fecunda obra social.
Justicia 
Canaguá tuvo su apoteosis ese domingo. Los alegres muchachos de la Escuela Estado Barinas se apostaron a la entrada del pueblo con el tricolor patrio. Arrojaban flores en la calzada ante el paso de los jeeps, mientras el conjunto musical de don Severiano Díaz y don Francisco Márquez echaba al aire alegres compases que rivalizaban con los morteros de la fiesta. En palabras de don Abdón Carrero, el chofer que llevó a Canaguá el primer vehículo automotor aquel 14 de marzo de 1954: “Canaguá sigue en deuda con el reconocimiento que se debe al padre Eustorgio Rivas por su proeza de desarrollo e impulso al progreso del sur merideño”. 

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